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Un vaso de agua

Su divorcio y el nacimiento de su primer hijo.

Esta dicotomía no era aceptable, ni imaginable para Ángel. Estos dos pensamientos nublaron su mente. No podía encontrar una solución.

Sentado en un banco al frente de la parada de taxis, Ángel comía una porción de pizza para llevar.

Acababa de regresar de los Estados Unidos. Había aterrizado en la tarde y no podía dormir. Su reciente matrimonio se estaba desmoronando.

Era casi la una de la mañana.

Aturdido por el jet lag, Ángel se dio cuenta de que la botella de agua que compró junto a la pizza, era con gas y él la había pedido natural.

Se levantó enojado del banco para ir a cambiarla. En ese preciso momento, llegó un taxi. De ahí salió una chica.

El taxi se fue y la chica con dos maletas comienzo a acercarse a un edificio. Justo al lado de la carretera la chica cayó al suelo inconsciente.

Ángel se levantó con la botella en la mano y corrió hacia ella. Le tomó la cabeza entre las manos, abrió la botella y le pasó un poco de agua por la frente y la cara.

La chica empezó a recuperar la conciencia. Sin embargo, confundida con un hilo de voz preguntó:

¿Qué ha pasado?

Dándose cuenta de que ella estaba cerca de la carretera, asustada continuó:

¿Me han robado?

No”. Respondió Ángel con firmeza.

Probablemente fue solo un pequeño desmayo, no se preocupe.

Luego añadió:

Apóyese en mí, vamos al banco.

Una vez sentada en el banco, la chica empezó a tener color de nuevo.Para aceptar las condiciones que podría tener la chica, Ángel dijo:

¿Cómo se siente? Voy a llamar una ambulancia.

No, ya me siento mejor.

¿Quiere un vaso de agua?

Sí, gracias.

Para distraerla de la situación, Ángel se presentó:

Me llamo Ángel. ¿Usted cómo se llama?

Soy Gloria.

Pero en el mismo momento en que escuchó el nombre de Ángel, Gloria regresó con los recuerdos, atrás en el tiempo. Cuando todavía era una niña y se cayó de la bicicleta en el paseo marítimo en la isla de San Andrés. Allí la ayudó a levantarse un chico y le ofreció un vaso de agua.

Incluso el nombre de ese chico era Ángel.

Tal vez, en su vida se concretizaba un ángel de la guarda con este nombre. Levantándose del banco, Gloria dijo:

Me voy a casa, es allá la entrada.

Bueno, la ayudo —contestó Ángel tomando las maletas.

Una vez en la puerta de entrada, Gloria miró mejor la cara de Ángel y se dio cuenta de que tenía una cicatriz cerca de su oído. Se acordó que incluso el Ángel de hace muchos años tenía una cicatriz idéntica.

Un escalofrío le pasó a través de la espalda y llegó hasta las piernas, pasando por el estomago.

Quería preguntarle, pero no lo hizo.

¿Está segura de sentirse bien? —Preguntó Ángel.

Sí, no se preocupe, el desmayo lo pudo causar el hecho que tengo dos meses de embarazo.

Oh, felicitaciones. Entonces, hasta luego y que tenga una feliz noche.

Gracias de nuevo por su ayuda. Le deseo muchas cosas hermosas, que descanse —se despidió Gloria.

Pero cuando le dio la mano al despedirse, se sintió como la florista ciega en la película “Luces de la Ciudad”, cuando en la escena final ella reconoce Charlot tocando su mano.

Como cuando se empieza a mirar con el corazón y a reconocer inmediatamente el alma de los buenos.

Mientras se dirigía hacia su carro, Ángel pensó en el hijo que estaba a punto de llegar, pero un recuerdo surgió en ese momento con una fuerza incontenible:

Cuando era adolescente, en San Andrés ayudó a una niña que se había caído de su bicicleta y le ofreció un vaso de agua.

Se acordaba muy bien que los ojos de la niña enmarcados por el vidrio del vaso, le decían gracias expresando gratitud y felicidad. Así para siempre.

En ese momento, Ángel había querido sentirse así por el resto de su vida.

 

Baldassarre Aufiero, novembre 2014 – Mozzafiato Copyright

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